El cielo no es límite – Redacción Rosario

2022-09-17 11:30:48 By : Ms. Violla Huang

Los rascacielos de Nueva York son signos que inscriben un texto. Un manifiesto capitalista en permanente expansión y mutación. Esta ciudad, como discurso, es un panfleto que va mostrando en escala gigantesca los cambios tácticos y estratégicos del imperio.

“Tomamos de ustedes lo que necesitamos y les tiramos a la cara lo que no necesitamos. Piedra a piedra, desmontaremos la Alhambra, el Kremlin y el Louvre, y los construiremos de nuevo en las riberas del Hudson”, escribió en 1925 el periodista, crítico, ensayista y poeta estadounidense Benjamin de Casseres (1873-1945) en su libro Mirrors of New York ( Espejos de Nueva York ).

“Babilonia y Nínive eran de ladrillo. Toda Atenas era doradas columnas de mármol. Roma reposaba en anchos arcos de mampostería. En Constantinopla los minaretes llamean como enormes cirios en torno del Cuerno de Oro… Acero, vidrio, baldosas, hormigón, serán los materiales de los rascacielos. Apilados en la estrecha isla, edificios de mil ventanas surgirán resplandecientes, pirámide sobre pirámide, blancas nubes encima de la tormenta”, escribió el periodista y escritor estadounidense John Dos Passos (1876-1970) en su novela de 1925 Manhattan Transfer .

La expresión “tocar el cielo con las manos” se refiere, en el lenguaje cotidiano, a alcanzar un logro. Pero la idea es ancestral. Está presente en las tradiciones más antiguas y tuvo diversas versiones en la historia de las religiones. El relato bíblico sobre la Torre de Babel es, en nuestra cultura, la referencia más conocida sobre el tema. Y muchas de las narraciones sobre alcanzar el cielo, más allá de las diferencias propias de cada cultura, poseen un denominador común: muestran un acto de soberbia que merece ser castigado.

Los rascacielos de Nueva York son signos que inscriben un texto. Más precisamente un manifiesto capitalista en permanente expansión y mutación. Esta ciudad, como discurso, es un panfleto que va mostrando en escala gigantesca los cambios tácticos y estratégicos del imperio.

Ya en las primeras décadas del siglo XX, en esta ciudad se anticipa el infinito anhelo de conquista, que no reconoce límite. Ni el cielo ni el espacio.

Dentro de la religión capitalista, alcanzar los cielos es también una imagen poderosa. La acumulación de capital permite la construcción de edificios que superen las nubes. El capital llega a todas partes, coloniza, lo ocupa todo, sin dejar ningún espacio vacío. La ocupación de territorios está en la base de la noción colonialista e imperialista de la historia, que ve el mundo en función de espacios que no pueden estar vacíos de conquistadores.

Durante la gira que llevó adelante por Medio Oriente en julio de 2022, el presidente Joe Biden expresó claramente la relación entre espacialidad y expansión imperial. El mandatario dijo a los líderes árabes que su país seguía comprometido con Medio Oriente y no cedería influencia “para que la llenen China, Rusia o Irán”.

“No nos alejaremos ni dejaremos un vacío para que lo llenen China, Rusia o Irán”, afirmó Biden .

Los rascacielos reproducen el dogma sobre espacialidad e imperio. Como Manhattan está entre dos ríos, solo puede crecer hacia arriba. Por eso, a partir de determinados avances tecnológicos, y fundamentalmente a partir del invento de Elisha Graves Otis: el ascensor, tal como hoy lo conocemos, aquí se crearon moles que, como los templos antiguos, se dirigen hacia Dios.

El estilo gótico (desde el siglo XII) anticipó el rascacielos. La idea de las catedrales góticas era capturar las alturas y la luz del sol, símbolo de la luz divina. Pero al igual que los edificios de esta ciudad, tenían significados más complejos: también expresaban el afán de los más ricos y poderosos de pasar a la posteridad siendo enterrados en esos templos luminosos. Para eso contribuían con sus fortunas a la construcción de lo que sería un sitio monumental (en sintonía con su lugar jerárquico en la sociedad) para su descanso eterno. El parecido con la financiación de los rascacielos es notable. El gótico era una forma de inscribir en la historia la prosperidad económica de la élite, y se desarrolló en una época en que las ciudades crecían y el comercio se reactivaba.

“En primer lugar, el capitalismo es una pura religión de culto, quizás la más extrema que jamás haya existido. En él, todo tiene significado sólo de manera inmediata con relación al culto; no conoce ningún dogma especial, ninguna teología”, señala el pensador alemán Walter Benjamin (1842-1940) en su texto “El capitalismo como religión”, escrito hacia 1921. 

Esta religión de mero culto, sin dogma, acaso encuentre sus fundamentos teológicos en la escritura inmensa y en expansión de los rascacielos de Manhattan. Pero más allá de las abstracciones de la Teología, esta ciudad ofrece un texto táctico, un manual militar sobre la conquista.  

“Manhattan ha generado una arquitectura desinhibida a la que se ha amado de manera directamente proporcional a su desafiante falta de aversión por sí misma, y a la que se ha respetado exactamente en la medida en que ha ido demasiado lejos”, señala el arquitecto holandés Rem Koolhaas en su libro de 1978 Delirious New York ( Delirio de Nueva York ).

“Manhattan es el escenario donde se representa el último acto de la civilización occidental”, agrega Koolhaas.

“Con la explosión demográfica y la invasión de las nuevas tecnologías, Manhattan se ha convertido, desde mediados del siglo XIX, en el laboratorio de una nueva cultura, la de la congestión, una isla mítica donde se hace realidad el inconsciente colectivo de un nuevo modo de vida metropolitano, una fábrica de lo artificial donde lo natural y lo real han dejado de existir”, agrega el arquitecto, que define su obra como un “manifiesto retroactivo”, una interpretación de la teoría no formulada que subyace en el desarrollo de Manhattan.

El manhattanismo, considera Koolhass, es la única ideología urbanística que se ha alimentado, desde su concepción, de los esplendores y las miserias de la condición metropolitana (la hiperdensidad) sin perder ni una sola vez su fe en ella como fundamento de una deseable cultura moderna. La arquitectura de Manhattan es un paradigma para la explotación de la congestión.

Con Manhattan como ejemplo, este libro es un plan para una “cultura de la congestión”, asegura el autor de Delirio de Nueva York . El rascacielos de Manhattan nace por etapas entre 1900 y 1910. Representa el encuentro fortuito de innovaciones urbanísticas distintas que, tras llevar una vida relativamente independiente, convergen para formar un sólo mecanismo, considera el autor. 

Koolhass también describe cómo fue desarrollándose la noción de rascacielos a partir de ideas que hoy resultan utópicas y delirantes. Los que comenzaron a soñar con ellos, los pensaban como una sucesión hacia arriba de parcelas bucólicas, granjas apiladas, fincas rurales, independientes, en altura. 

“Cada uno de estos niveles artificiales se trata como un solar virgen, como si los demás no existiesen, para establecer en él un ámbito estrictamente privado en torno a una única casa de campo y sus dependencias auxiliares: establo, alojamiento para la servidumbre, etcétera. Las villas de las 84 plataformas presentan toda una gama de aspiraciones sociales, desde lo rústico a lo palaciego; las enfáticas permutaciones de sus estilos arquitectónicos, las variaciones en los jardines, los cenadores y cosas similares crean en cada parada del ascensor un estilo de vida diferente y, con ello, una ideología implícita, todo ello sostenido con absoluta neutralidad por el armazón. En consecuencia, la «vida» dentro del edificio está fracturada: en el nivel 82, un burro retrocede ante el vacío; y en el 81, una pareja cosmopolita saluda a un avión. Los episodios que ocurren en las plantas son tan radicalmente inconexos que resulta inconcebible que puedan formar parte de un sólo escenario”, señala Koolhass.

El arquitecto holandés agrega que la desconexión de esas parcelas en el aire está aparentemente reñida con el hecho de que, juntas, componen un único edificio. El diagrama indica convincentemente que incluso la estructura es un todo exactamente en la medida en que se conserva y se explota la individualidad de las plataformas, y que su éxito debería medirse por el grado en que esa estructura enmarca su coexistencia sin interferir en sus destinos. “El edificio se convierte en una estantería de privacidades individuales. Tan sólo 5 de las 84 plataformas son visibles; más abajo de las nubes, otras actividades ocupan las restantes parcelas; el uso de cada plataforma nunca puede conocerse con anterioridad a su construcción. Las villas pueden levantarse y derrumbarse, otras instalaciones pueden reemplazarlas, pero eso no afectará al entramado”, agrega.

Cada rascacielos es como una ciudad autónoma, que se independiza del espacio público. Si cada edificio es una pequeña ciudadela donde sus habitantes pueden vivir, hacer compras, tomar clases de gimnasia u otros deportes, si tienen pileta y espacios de recreación, incluso plazas y parques artificiales, hay allí una exacerbación, un avance del espacio privado sobre lo público. Se crean viviendas y oficinas accesibles para pocos. 

El rascacielos se separa de lo natural, se afirma como un microcosmos cerrado al tener un clima propio, una atmósfera también propia, artificial. Entre otras muchas cosas, estos signos que dominan, alcanzan, y tapan el cielo simbolizan el dominio sobre la naturaleza. 

“Skyline” (“horizonte”), una expresión muy utilizada en esta ciudad, no se refiere a una línea que separa el cielo de la tierra. Señala una sierpe, quebrada y con múltiples derivas, que dibujan los rascacielos en las alturas. Lejos de la connotación natural de “horizonte”, es algo artificial, construido, marcado por los edificios. El horizonte de Manhattan está dibujado, trazado por sus rascacielos en un más allá creado por el capital.  Los rascacielos no sólo tocan el cielo sino que también le ponen un límite, lo marcan, lo escriben, lo configuran. 

Utopía capitalista: no sólo alcanzar el cielo sino darle forma, convertirlo en mercancía. El cielo de Nueva York es una imagen publicitaria muy utilizada para una infinidad de mercancías de los rubros más diversos. Esta ciudad intenta ser una copia, lo más ajustada posible, de las películas y las publicidades que la muestran e inventan una y otra vez.

Desde principios del siglo XX, Manhattan es un ejemplo de lo que hoy suele denominarse Antropoceno, época geológica propuesta por una parte de la comunidad científica para reemplazar al denominado Holoceno, actual período Cuaternario en la historia terrestre. La nueva era se caracteriza por el cada vez más significativo impacto a nivel planetario de las actividades humanas, que han modificado profundamente los ecosistemas del planeta.

En el libro de Koolhass hay un concepto que se repite y estructura toda su argumentación: la destrucción está implícita en el manhattanismo. Los edificios contienen y se sostienen sobre esa idea: creación-congestión-destrucción. “En la cultura de la congestión de Manhattan, destrucción es otra palabra para decir preservación”, se lee en la página 151 de Delirio de Nueva York . Por eso, el texto del arquitecto holandés fue considerado “polémico y premonitorio”, incluso antes del 11 de septiembre del 2001. 

La urbanista y activista canadiense Jane Jacobs reflexionó asimismo sobre esa destrucción larvada en su libro de 1961 The Death and Life of Great American Cities ( Vida y muerte de las grandes ciudades estadounidenses ): “Las ciudades aburridas e inertes, es cierto, contienen las semillas de su propia destrucción, y poco más. Pero las ciudades llenas de vida, diversas e intensas, contienen las semillas de su propia regeneración, con energía suficiente para continuar, más allá de sus problemas y necesidades”.

Por su parte, el sociólogo Richard Sennet escribió en su libro Flesh and Stone: The Body and the City in Western Civilization ( Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental , 1994): “Hasta hace poco, edificios perfectamente viables de Nueva York desaparecían con la misma regularidad que habían aparecido. En sesenta años, por ejemplo, las grandes mansiones que se alineaban a lo largo de varios kilómetros en la Quinta Avenida, desde Greenwich Village hasta la parte alta de Central Park, fueron construidas, habitadas y destruidas para dejar espacio a edificios más elevados. Incluso hoy, con controles históricos, los nuevos rascacielos de Nueva York están concebidos y financiados para durar cincuenta años, aunque desde el punto de vista arquitectónico podrían durar mucho más. De todas las ciudades del mundo, Nueva York ha sido la que más se ha destruido para crecer. Dentro de cien años la gente tendrá una evidencia más tangible de la Roma de Adriano que de la Nueva York de fibra óptica”.

En el poema “Danza de la muerte” fechado en diciembre de 1929 e incluido en Poeta en Nueva York , Federico García Lorca también percibe esa destrucción, y señala cómo la naturaleza, conquistada y desplazada, volverá un día por sus fueros. La mirada de Lorca descubre cosas secas, el definitivo silencio del corcho, la gran reunión de los animales muertos traspasados por las espadas de la luz, los desfiladeros de cal que aprisionan un cielo vacío mondado y puro, idéntico a sí mismo con el bozo y lirio agudo de sus montañas invisibles:

Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos, 

que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas, 

que ya la Bolsa será una pirámide de musgo, 

que ya vendrán lianas después de los fusiles 

y muy pronto, muy pronto, muy pronto. ¡Ay, Wall Street!

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